En este sentido, los autores reconstruyen -a partir de estudio de archivo histórico- el
desplazamiento en cuestión, dando cuenta que el servicio público sanitario en México tomó
la didáctica del temor en las mismas condiciones idiosincráticas que ya había utilizado la
evangelización cristiana durante el siglo XVI al XVIII, como una forma de educación pública
que perseguía los intereses del Virreinato.
Los registros históricos acerca de los cuidados del alma durante el siglo XVIII son
aplicados a los marineros que viajaban constantemente a comerciar productos y esclavos en
las principales rutas comerciales de esa época, de modo que se generó una serie de
prohibiciones para que la tripulación de los barcos no fuese acechada por enfermedades
contagiosas de diversa índole, al contrario: que se mantuviera una tripulación confiable en
los servicios del rey.
El pecado y el castigo divino fueron los elementos didácticos que permitieron controlar
una población en servicio que se subordinaba al repertorio de un imaginario de castigos,
donde el temor cumplía la función de educar a una población analfabeta, con alto consumo
de alcohol y por tanto poco tolerante a inhibir sus instintos. La única promesa que había al
respecto consistía en una didáctica del temor acerca de la salvación del alma ante una historial
de pecados y dolor físico en una ambiente de enfermedades que azotaban a la tripulación.
Otra didáctica del temor surgida en el siglo XVII se refería al cuerpo de las mujeres
seglares e indígenas. El temor a la sensualidad era controlada en todas las prácticas
cotidianas: la sangre menstrual, la desnudez, el deseo, la sexualidad y la angustia por el placer
propiciaba el miedo a la maternidad, a la procreación sin descartar el horror al embarazo y al
parto. Estos miedos culturales creados en torno a la corporalidad femenina obstruyó el
desarrollo de prácticas científicas y de cuidados de enfermeros hasta mediados del siglo XX.
En 1737 se produce en México un brote de peste en el que se asocian las causas a la
hechicería y al castigo divino. La superstición no solo alimentaba la didáctica evangélica en
esta época sino que el objeto propiciatorio seguía identificado con la corporalidad femenina
como figura portadora de males contagiosos.